Malecón de la Habana, entrada de la bahía. (agosto 2011) |
El malecón, desde La Punta hasta el hotel Nacional. (agosto 2011) |
Donde nace o termina -para mi lo primero-, La Chorrera. (agosto 2011) |
No hace mucho buscaba una señal de mis cosas, de esas que había perdido de vista y que necesitaba relocalizar. El mar era una de ella, de las principales, y en especial el malecón.
Emigramos decididos a cambiar lo que deseábamos, progresar, realizar nuestros sueños aplazados y naturalmente resignados a perder de vista (que no es dejar atrás), lo bueno que siempre tuvimos y que no cabe en 20 Kg de equipaje.
Pensar en el MALECÓN DE LA HABANA me hace tanto bien como mal, él resume casi toda mi existencia, aún hoy cuando solo puedo sentarme en el muro del recuerdo.
Soy cubana y sobre todo HABANERA, -es algo de lo que me siento especialmente orgullosa y por eso lo digo siempre-. Nací y viví muchos años rodeada de mar, dos casas distintas y nunca más de 5 km entre él y mi cama, mi mesa, mi comida; incluso en mis mañanas de escuela o trabajo desayunaba bocanadas de salitre durante el obligado recorrido bordeando la silueta del malecón.
En su muro me tosté hasta “achicharrarme”, reí, lancé piedras, también alguna pizza, (eventualmente por supuesto), todavía tengo un amigo que recuerda ese momento. También lloré y su susurro fue consuelo para algunas penas y sobre todo amé… Desde su nacimiento lo observaba tan largo, retorciéndose, zigzagueando, sorteando obstáculos pero infinito como aspiraba que fuera mi amor.
Me acompañó día y noche sin faltar a la cita ni una jornada, durante 5 universitarios años; y a él me llevaron mis pasos para celebrar la licenciatura en aquella tarde de orgullo familiar y vanidad personal.
A su llamada visual acudimos obedientes, habaneros, cubanos en general y turistas, en verano para refrescar cuerpo y espíritu, y en invierno casi hipnotizados por el espectáculo de las olas golpeando el arrecife; yo en cada retorno a mi esencia, para mostrarle mi total devoción y reavivar los colores de la postal virtual que llevo en mi memoria inmortalizando su imagen.
Contiene a la ciudad, la protege de peligros reales e imaginarios, de inclemencias del tiempo y enemigos que alguna vez estuvieron del otro lado del muro. A veces el mar lo supera y se desborda inundando la ciudad, pero aún así el espectáculo es maravilloso.
Por supuesto tiene caras tristes, zonas acopiadas por delincuentes de poca monta, por otros que manifiestan su sexualidad sin el límite pudoroso que la cordura sugiere y algunas otras, pero no son propias solo disfraces fuera de época de carnaval con los que algunos pretenden opacar su hermosura.
Yo me quedo con su belleza atemporal, con su vigilia protectora, con su oscuridad cómplice para amantes incontenidos
Quizás como él debemos renovarnos pero también volver a nuestra orilla, de la que siempre formaremos parte y que nos baña algo más que la piel.